Mercado de la Boquería. Barcelona (España) – © fotografiaquiros.blogspot.com.es
Este arquitecto que no proyecta quería refugiarse de nuevo en la novela, espacio donde según Juan Marsé puedes ajustar cuentas con la vida. Y una vez allí, divisar algunas vetas de ese material que pueda recordarme a la difuminada profesión que se supone habría de ejercer. Tal exploración comenzaría por el propio escritor citado que, en El Amante Bilingüe, reconstruye la memoria de una niñez engendrada en un entorno urbano cuya descripción autobiográfica, impostada a través del personaje de Marés, podría uno entender como principio fundamental:
“Hace muchos años, cuando era un muchacho solitario y se sentaba con su antifaz negro en las esquinas soleadas del barrio a vender tebeos y novelas de segunda mano, Marés soñaba que de mayor escribiría un libro maravilloso que empezaría así: hace muchos años, cuando era un muchacho solitario y me sentaba con mi antifaz negro en las esquinas soleadas del barrio a vender tebeos y novelas de segunda mano, soñaba que un día escribiría un libro maravilloso que empezaría así…”
Jugando a los dados en una calle de Cincinnati, Ohio, en 1908. Lewis Hine, Librería del Congreso
Efectivamente ¿qué niño no sueña? (¿qué estudiante de arquitectura no ha de exacerbar esa facultad?). La niñez da paso a la juventud, y el mundo ya no es tu barrio (Juan José Millas, El Mundo). Entonces llega Jack Kerouack y te explica que “la vida es un país extranjero”. Pero antes que el poeta beatnik, un nostálgico Joseph Conrad escribe:
“Sólo los jóvenes conocen momentos semejantes. No quiero decir los muy jóvenes, no; pues éstos, a decir verdad, no tienen momentos. Vivir más allá de sus días, en esa magnífica continuidad de esperanza que ignora toda pausa y toda introspección, es el privilegio de la primera juventud.
Cierra uno tras de sí la puertecita de la infancia y penetra en un jardín encantado. Hasta sus mismas sombras tienen un resplandor de promesa. Cada recodo del sendero posee su seducción. Y no a causa del atractivo que ofrece un país desconocido, pues de sobra sabe uno que por allí ha pasado la corriente de la humanidad entera. Es el encanto de una experiencia universal, de la que esperamos una sensación extraordinaria y personal, la revelación de un algo de nuestro yo”. (La Línea de Sombra)
Joseph Conrad (de pie en el centro) con cinco marineros en el Torrens – © thevictorianlady.tumblr.com
La experiencia sigue su curso, aproximándose un nuevo limen (sigue Conrad):
“Sí; caminamos, y el tiempo también camina, hasta que, de pronto, vemos ante nosotros una línea de sombra advirtiéndonos que también habrá que dejar atrás la región de nuestra primera juventud. Éste es el período de la vida en que suelen sobrevenir aquellos momentos de que hablaba. ¿Cuáles? ¡Cuáles van a ser!: esos momentos del hastío, de cansancio, de descontento; momentos de irreflexión”.
Quien de vosotros haya alcanzado esta etapa del relato, ya maduro, habrá atravesado esa línea de sombra. Tal vez nos reconozcamos paseando errabundos por los vestigios de un proyecto suspendido a medio terminar. Un escenario que otra vez Juan Marsé ejemplifica:
«Del cielo intensamente azul colgaban oscuras nubes verticales, deshilachadas e inmóviles, como harapos quemados o restos de un gigantesco decorado después de un incendio. El mar venía revuelto y sucio, hedía en la rompiente una espuma arenosa y flotaba un tronco a la deriva, girando. Mao se paró a ladrar al leño cuando él ya se internaba, más allá de las dunas, por las fantasmales calles futuras de la futura urbanización; asfalto y rastrojos convivían en el vasto páramo, y solitarios bordillos interminables, destinados a aceras que aún no existían, se perdían a lo lejos, parcelando la hierba que crecía libre; farolas nuevas y oxidadas esperaban luz a lo largo de desoladas avenidas de gravilla entre viñas muertas, por calles espectrales que no llevaban a ninguna parte. Pensó en el nuevo paisaje que le esperaba allí un día para ser descrito, en las deposiciones del tiempo que ya lo desfiguraban antes de nacer y en ese mar de rumor repetido, sosegado y omnipresente: el mar filtrándose ya en el texto, inundando las voces de ayer y de mañana, mezclando el sueño y la vigilia…». (La Muchacha de las Bragas de Oro).
Urbanización Roche – © inmobiliariaroche.blogspot.com.es
Después de unas cuantas victorias y derrotas, puede que incluso uno se encuentre de nuevo en un estado de cierta ansiedad anhelante. Un estado que mira al futuro retrocediendo al pasado:
«Entonces se permitió sumergirse, como su héroe de la infancia, Allan Quatermain, en esa larga y lenta corriente subterránea que le arrastraría hacia las profundidades de aquel continente oscuro donde acaso esperaba encontrar una patria permanente, una ciudad donde le aceptaran como ciudadano (como ciudadano sin profesión de fe). No sería la ciudad de Dios o de Marx, sino la ciudad de la Paz del Espíritu.» (El Factor Humano – Graham Greene).
Toda esta divagación ignora qué ocurre cuando el sueño, esta vez atribulado, se convierte en huida hacia delante. Graham Greene elucubra al respecto en su novela Un Caso Acabado. El protagonista en busca de redención es Querry, un arquitecto de éxito; un éxito estéril que le llega proyectando iglesias. Pero nada siente ya, está vacío. En el corazón de ninguna parte, en cambio, creerá encontrar un sentido práctico a su condición. Transcribo una escena en el que le confiesa a su confidente en el exilio:
“Un escritor no escribe para sus lectores, ¿no es cierto? Sin embargo, ha de tomar precauciones elementales para que se sientan cómodos. Mi interés era el espacio, la luz, la proporción. Los nuevos materiales me interesaban sólo por el efecto que podían tener sobre esos tres elementos. Madera, ladrillo, acero, cemento, vidrio… el espacio parece alterarse según lo que se emplea para cercarlo. Los materiales son la trama del arquitecto. No son el motivo de su trabajo. Sólo el espacio y la luz y la proporción. El tema de una novela no es su argumento”.
El otrora autor de sofisticadas creaciones habla del hospital de leprosos que ayuda ahora a levantar:
“— Esto no es arquitectura — dijo Querry —. Es una construcción barata. Nada más. Cuánto más barata mejor, mientras soporte el calor, la lluvia y la humedad”.
Campo de refugiados – © refugeecamp.ca
Tenemos a un arquitecto de catedrales reconvertido a constructor de barracones:
“¿Qué es cualquiera de mis iglesias comparadas con la catedral de Chartres? Todas están firmadas con mi nombre… nadie tomará a Querry por Le Corbusier, pero ¿quién conoce al arquitecto de Chartres? A él no le preocupó eso. Trabajó con amor, sin vanidad… y también con fe, supongo. Construir una iglesia cuando no se cree en Dios parece un poco indecente, ¿no es cierto? Cuando descubrí qué estaba haciendo, acepté un encargo para un edificio municipal. Pero tampoco creía en la política. Es increíble la absurda caja de cemento y vidrio que deposité en la plaza de la pobre ciudad. ¿Entiende usted? Descubrí lo que parecía una hebra suelta en mi chaqueta, tiré de ella y la chaqueta entera empezó a deshilvanarse. Quizá sea cierto que no se puede creer en Dios sin querer a un ser humano o querer a un ser humano sin creer en Dios. Se usa la frase «hacer el amor». ¿Pero quién de nosotros es bastante creador para «hacer» amor? Sólo podemos ser queridos, si tenemos suerte”.
Un arquitecto, en definitiva, que habla de asco. El asco del elogio: “Qué nauseabundo es, doctor, con toda su estupidez…”.
Sobre el autor: Carlos Sánchez Franco
Arquitecto del lejano oeste peninsular, título forjado en un extinto plan setentero. El sector público como principal pagador. El urbanismo como principal tarea profesional. De fatal inclinación por los interrogantes. Puedes seguirme en mi cuenta de Twitter.
Te vas superando con cada artículo Carlos, enhorabuena. Javi
Gracias, Javi.