El 17 de agosto se conmemora el cuadragésimo quinto aniversario de la muerte de Mies van der Rohe. Aprovechamos tan infausta efeméride para evocar apenas un par de rasgos de su vida rara.
Este hombre se largó de Europa (cosa más que plausible) dejando tiradas allí a su mujer, a sus hijas y a su amante (cosa nada plausible). Este dato me ha dado siempre mucho asco y mucha rabia (lo cuento en Necrotectónicas, en el relato de la muerte de Lilly Reich), pero también puedo ver a Mies desde otro punto de vista. E incluso puedo intentar comprenderlo.
Este hombre raro, reconcentrado, arisco, se pasó tres años viviendo en el hotel Blackstone de Chicago antes de decidir mudarse a un apartamento. Quería proteger su soledad. Y además le daba igual vivir en un hotel que en cualquier otro sitio. Un hotel era un lugar cómodo e impersonal, como él quería.
Mies tenía varios cuadros de Paul Klee (uno de sus compañeros del claustro de profesores de la Bauhaus) debajo de la cama de su habitación del hotel, y los sacaba cuando tenía alguna visita (muy pocas veces). Era como si ante terceros quisiera dar una apariencia de tener un hogar y una vida propia, pero ante sí mismo no tenía nada de eso. No disfrutaba viendo los cuadros, ni le gustaba Chicago, ni nada. Sólo bebía. Muchísimo.
A veces iba a fiestas, y se aburría. (Menos mal que siempre había puros y martinis). Escuchaba la música y preguntaba: “¿Por qué les gusta tanto el chazz?”. Le contestaban que por la improvisación y él se escandalizaba: “Tja. Deberían tener ustedes mucho cuidado con la improvisación”. No entendía ese modo de vida. No le iba.
La Nochevieja de 1939 conoció a una mujer recién divorciada: Lora Marx. Dicen que era bella y esbelta. No lo sé. En esa foto los ojos se me van al capitel jónico, a las cortinitas y las flores del fondo, a la orquídea de la mano izquierda de Mies y al puro en la derecha (qué olor), y a la cara de viejo verde ridículo del alemán.
Ella abraza nerviosa a su gato (o a un gato que pasaba por allí) y mira intranquila a alguien, pidiéndole ayuda: “Quitadme a este señor, que me está dando un poco de miedo”.
Parece como si él le estuviera recitando una poesía tan cursi como el decorado, o diciéndole unos piropos impresentables. Él; un hombre de piedra, pero que a veces se enternece (y cuando lo hace no le sale demasiado bien). Un bicho raro. Un ser inexpugnable. Incluso (o sobre todo) para sí mismo.
Sobre el autor, José Ramón Hernández Correa: Nací en 1960. Arquitecto por la ETSAM, 1985. Doctor Arquitecto por la Universidad Politécnica, 1992. Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno. Ahora estoy algo cansado, pero sigo atento y curioso. Puedes seguirme en mi cuenta de Twitter, en Google+, o consultar mi blog, Arquitectamos Locos?.
Realmente curiosa la relación de Mies con las mujeres, o sino que le pregunten a la doctora Edith Farnsworth, aunque la belleza y perfección de su obra vaya más allá de cualquier rareza.
Tremendo episodio el de Mies con la doctora Farnsworth. Dará para otra entrada. (Tengo que administrármelas y ser muy tacaño con las historias, porque tampoco me sé tantas. Mejor dicho: sé muy pocas).
Muchas gracias por tu comentario. Abrazos.
Seguro que rascando rascando nos encontramos con numerosas historias curiosas. Gracias por tu colaboración José Ramón.
Ufff Antonio, la historia de la Farnsworth en si misma seguro que da mucho juego
Mies es mucho más que una foto ridícula. Es el creador del espacio diluido, de la segregación de los elementos estructurales. Es además un artista. De acuerdo con la animadversión que me causa también el abandono de su familia entera pero no sabemos en ese momento de sus sueños ni sus demonios .