Hoy, ocho de junio, se cumplen ciento cuarenta y ocho años (o tal vez sólo ciento cuarenta y seis) del nacimiento de Frank Lloyd Wright. Para conmemorar esta fecha copio un fragmento de mi novela La Hoja Desnuda.
En Oak Park el domingo siete de noviembre del año mil novecientos nueve no fue como los demás: apacibles, con los matrimonios paseando del brazo camino del Templo Unitario, tras los niños juguetones, cruzándose con los vecinos y saludándose obsequiosos y despreocupados. No. Aquel domingo fue como si hubiera amanecido turbiamente antes de amanecer, como si un rumor sordo se hubiera adelantado a las primeras señales de vida, a las cafeteras humeantes y a las rebanadas de pan en el horno; como si antes de salir el primer feligrés camino de la iglesia ya hubiera habido un ejército preparando el ambiente de conmoción.
Aquel domingo, al primer turbio amanecer, la camioneta del Chicago Tribune llegó a Oak Park con sus periódicos, como siempre, y allí estaban los repartidores para tomar su carga y distribuirla, como siempre. Pero ese día era distinto. Ese día, siete de noviembre de mil novecientos nueve, ante el umbral de piedra de cada puerta, o en el camino de losas, o sobre el tapiz de césped (según la puntería del repartidor), el periódico, ceñido en su faja de papel, esperaba la explosión exhibiendo en su portada un gran titular:
Frank Lloyd Wright y Mrs. Cheney se han fugado
El famoso arquitecto se escapa de casa con la esposa de un cliente
Catherine y Edwin lo sabían desde hacía veinte días, al siguiente de la fuga, pero no se lo habían dicho a nadie. Frank y Mamah habían planeado cuidadosamente la huida. Ella se había ido con los niños a Colorado, a descansar una temporada con su hermana, y él pasó un día ajetreado en Chicago, vendiendo parte de su colección de grabados japoneses para pagarse el viaje y corriendo al estudio de Hermann von Holst, un arquitecto amigo suyo de los primeros tiempos del Schiller, a pedirle que acudiera a Oak Park para encargarse de su trabajo por una temporada.
Von Holst no estaba tan familiarizado con la obra actual de Wright como para terminar sus proyectos empezados y hacerse cargo de la dirección de las obras, pero éste le remitió a sus jefes de estudio: Marion Mahoney, la primera arquitecta de Illinois, y Walter Burley Griffin, su marido, que habían empezado como aprendices de Wright en los primeros tiempos de Oak Park. A ellos Wright no les había dicho nada por si se les escapaba algo ante Catherine y, sobre todo, porque sabía que no iban a aprobar su fuga. Así que von Holst aparecería en el estudio por sorpresa y les pondría al corriente. En fin; ya se arreglarían.
Aquel día Frank no volvió a casa. Desde Chicago viajó a Nueva York, donde se reuniría con Mamah, que habría dejado a sus hijos en Colorado mintiéndole a su hermana. En Nueva York iban a tomar el barco para Europa.
Catherine echó de menos a Frank por la noche, pero pensó que se habría quedado en la oficina de Chicago a terminar algo. No podía sospechar que hubiera hablado tan en serio. No era raro que se quedara a trabajar de noche y se le olvidara avisar.
Por la mañana, Catherine bajó al estudio por si Marion y Walt sabían algo. Allí estaban, desorientados, hablando con un visitante cuya cara le sonaba, y a quien con esfuerzo consiguió recordar como el alemán de hacía tanto tiempo. Hermann la saludó cordialmente, y le dijo con naturalidad que Frank le había pedido que se encargara de todo hasta que él volviera de Berlín.
A Catherine le subió la sangre a la cara de pura indignación, de desamparo, de incredulidad, pero no dejó traslucir nada. Sólo dijo: “Muy bien. Seguid trabajando”. Dio media vuelta y subió a casa. Arriba, en su cuarto, ya sin testigos, rompió a llorar.
Se aferró a una última, improbable, esperanza. Sí; Frank se había ido, pero no con esa mujer. Se había alejado una temporada para descansar, para organizarse. Claro que sí; eso tenía que ser. Pero no con esa; pero no con esa; pero no con esa. Corrió a casa de Edwin Cheney. “No; no está. Ya ha salido a trabajar”, le dijeron. “¿Y su esposa?”, preguntó con temor. “Está fuera –y le dio un vuelco el corazón–. Pero el señor está hoy aquí, en Oak Park”. Fue a su oficina, y preguntó por él.
- Buenos días, señora Wright. ¿A qué debo el placer?
- Edwin; tengo que hablar con usted. A solas.
- Señorita Fisher, por favor… Bien; usted dirá.
- Necesito saber dónde está su esposa.
- ¿Eh? ¿Para qué…? Está en Colorado, pasando unos días con su hermana. Se ha ido allí con los niños –añadió, para alejar él también la sospecha.
- ¡Oh; Dios!
- ¿Qué pasa?
- Mi marido se ha ido.
- ¿Insinúa usted…?
- Sí.
La señorita Fisher llamó a la puerta.
- Ahora no, por favor. Estoy ocupado.
- Perdone, señor Cheney. Han traído un telegrama para usted. De Colorado. Lo remite su esposa.
- ¡Traiga!
Edwin abrió el telegrama ahí mismo, delante de Catherine, y lo leyó en voz alta:
MARCHO NUEVA YORK REUNIRME WRIGHT STOP
VAMOS BERLÍN HOTEL ADLON STOP
NIÑOS QUEDAN CON MI HERMANA STOP
NO ME SIGAS STOP NO INTENTES QUE VUELVA STOP
PERDÓNAME STOP
MAMAH.
Sobre el autor, José Ramón Hernández Correa: Nací en 1960. Arquitecto por la ETSAM, 1985. Doctor Arquitecto por la Universidad Politécnica, 1992. Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno. Ahora estoy algo cansado, pero sigo atento y curioso. Puedes seguirme en mi cuenta de Twitter, en Google+, o consultar mi blog, Arquitectamos Locos?.
Es un articulo muy interesante, ya que nos muestra construcciones que requirieron de gran estudio y sofisticación para su construcción, ademas que nos inspira para realizar obras de arte similares o mejores.
Gran artículo!