Las relaciones entre espacio y habitante siguen unas reglas establecidas. Ciertos ambientes, diseños y tipologías infunden, de manera prácticamente inevitable, un estado de ánimo, impostan un protocolo o dirigen las acciones que tienen lugar en su ámbito de control. Cualquier pieza arquitectónica que pueda analizarse vendrá con un código adherido que limitará sus eventualidades y tipos de uso, fijándolo en el tiempo a aquello que el arquitecto Bernard Tschumi denominó secuencia (Red is not a Color, 2012). A lo largo de su carrera este autor desarrolló numerosos textos y proyectos conceptuales fundamentados en conceptos como el mencionado, de los que se extrae una forma de entender el acto del habitar como algo violento, un choque de órdenes geométricos que se violan entre sí y que, en sus propias palabras:
«es inherente a la idea de arquitectura: cualquier reducción de la arquitectura a sus espacios a costa de sus eventos es tan simple como la reducción de la arquitectura a sus fachadas»
Ilustración 1: The Manhattan Transcripts, Bernard Tschumi, 1976-1981
Siguiendo, pues, la teoría de Tschumi, la arquitectura es más que el espacio que encierra: es aquello que ocurre en su interior, es un conjunto de eventos promovidos u obstaculizados, según el caso y los mecanismos de dirección en juego, dado un ámbito concreto. Esta capacidad de control que un edificio pueda ejercer en los cuerpos que lo habitan es algo en torno a lo que reflexionar a la hora de proyectar nuevos espacios, pues si bien Tschumi da lugar a que exista un cierto placer derivado del dominio establecido por la arquitectura en el habitante —una suerte de bondage espacial que se da, por ejemplo, cuando alguien va a un concierto y se expone a ambientes recargados, altísimos decibelios y multitudes desconocidas—, existe una perversidad inherente en esta noción que invita a una cierta precaución
Dicha perversidad viene extensamente ejemplificada al inicio de la obra de Deyan Sudjic “La arquitectura del poder” (2005). En el segundo capítulo de la misma se narra el recorrido que Emil Hácha, tercer presidente de la extinta Checoslovaquia, realizó durante una visita desde su llegada al edificio de la cancillería del Reich, hasta el escritorio su máximo dirigente. Hitler, descrito por Sudjic a través de su visita a París en 1940 como alguien con un gusto desarrollado por la arquitectura —menciona incluso que más de una vez se planteó seriamente ser arquitecto—, ideó en conjunto con el arquitecto de cabecera del régimen Albert Speer una auténtica máquina de subyugación, materializada en la reforma de la antes mencionada cancillería.
Ilustración 2: Hitler y su comitiva visitan los principales monumentos de París, 23 de junio de 1940
En su narración Sudjic describe la encadenación de espacios por los que el presidente checoslovaco transita hasta llegar a su destino. El poder de estos ambientes puede entenderse en un primer nivel a partir de la composición intrínseca a cada uno de ellos en sí mismo: el presidente Hácha camina por patios de altos muros ciegos, con enormes sombras proyectadas cuyo silencio sólo se rompe por el retumbar de los pasos de los guardias que patrullan su perímetro; cruza interiores que se presentan tanto diáfanos como profundamente recargados, con techos de doble y hasta triple altura, algunos de ellos sin ventanas, otros flanqueados por imponentes estatuas de figuración clásica, muchos de ellos forrados de impresionantes mármoles y maderas nobles. Cada uno de estos ambientes es, individualmente, una herramienta diseñada al detalle —y admisiblemente a la perfección— para ejecutar diferentes aspectos de pura opresión: una colección de artefactos para desmantelar gradualmente la identidad del visitante.
Es, sin embargo, en el conjunto donde radica la auténtica potencia de la nueva Cancillería, en la conexión de un espacio con otro. Puertas y más puertas tachonan un recorrido que se describe como largo y agobiante, una verdadera tortura espacial «impregnada por el fuego del poder político» que hacía el trabajo de Hitler por él. El edificio puede considerarse, entonces, como una de esas muñecas rusas que esconden versiones más pequeñas de sí mismas en el interior: el Reichskanzler no es sino una representación —metafórica si se quiere— del régimen Nazi en sí mismo, en cuyo interior, una vez recorrido, aguarda el escritorio de Hitler, el lugar donde se gestaban todos los movimientos del sistema, tras el que esperaba, paciente, el dirigente en sí mismo, el núcleo del sistema, la muñeca más pequeña. Para cuando Emil Hácha llegó al auténtico corazón operacional y geográfico del Reich, aquella mesa, la arquitectura había acabado con él. En un ejercicio de subyugación perfectamente realizado, Hitler y Speer se habían coronado por mérito propio como unos de los mejores situacionistas, acaso los mejores.
Ilustración 3: Advertisements for Architecture, Bernard Tschumi, 1981
En torno a todas estas consideraciones se fundamenta el ámbito de estudio de la psicogeografía, una disciplina que intenta trazar las conexiones entre la realidad geográfica y las sensaciones y emociones que provocan, producen o evocan, siempre a la búsqueda del entendimiento de la conducta y comportamiento humanos. En su reciente Places of the Heart (2015) —que aprovecho para recomendar— el neurocientífico Collin Ellard se adentra en el estudio espacial a partir de una tipificación emocional básica, entre la que se encuentran el aburrimiento, el asombro, el amor o la lujuria, entre otros. A lo largo de sus páginas el autor parte de la noción de que la forma en la que las personas se mueven está íntimamente ligada a sus emociones, a sus estados de ánimo y a sus pensamientos, por lo que la capacidad de dirigir estos aspectos es también, ulteriormente, la de controlar sus identidades. De nuevo, a la manera de Tschumi, Ellard no emite sentencias: por un lado, admite que en muchas ocasiones se buscan unas condiciones espaciales u otras porque es precisamente su influencia lo que se desea; por otro, advierte que muchas veces ignoramos los mecanismos bajo los cuales esta actúa, volviéndonos vulnerables.
Ilustración 4: Advertisements for Aurchitecture, Bernard Tschumi, 1981
De manera ineludible, el espacio tiene una capacidad enorme de moldear las experiencias de sus ocupantes. El estudio de las reglas en que este poder se ejerce devuelve, en definitiva, un esquema circular, recíproco, en el que el papel de los habitantes —el de la sociedad— como promotores de espacios y como diseñadores de los marcos que fijarán las instantáneas de la memoria, no es sino el de autodefinirse, de elegir qué influencias quiere recibir y cuáles prefiere rechazar. El papel de decidir a qué tipo de espacios entregar su propia identidad.
Sobre el autor: Hugo M Gris
Arquitecto por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y Máster por la ETSAB, me interesan todo aquello que me ayude a entender cómo funcionan las cosas. Me encantan las historias y las consumo en cualquier medio que me salte al paso: cine, cómics, videojuegos, etc, con el sueño de poder ser yo quien las cuente algún día.
Gran recopilación ayuda mucho para quienes están interesados en el ámbito, gracias me sirvió… Saludos!