Casa Luis Barragán
Creo que la primera obra que analiza un futuro arquitecto lo marca para siempre. En mi caso, tuve la suerte de que mis primeros pasos en la carrera me llevaran a la Casa Luis Barragán, en aquel Análisis I que hoy siento tan lejano. Para proceder con absoluta honestidad, confesaré que odié esa asignatura: horas y horas de delineación a mano, la dificultad de interpretar un espacio tan complejo como aquel por primera vez y mi absoluta incapacidad para el dibujo, que aún mantengo, me hicieron arrastrarme por el aula durante todo el cuatrimestre. Y, sin embargo, cuando echo la vista atrás, veo que la influencia de aquella misteriosa casa en mi forma de entender la arquitectura es indudable. Sin querer entrar en mayor profundidad en torno a la obra, pues numerosos autores le han dedicado toneladas de mejor y más fina tinta que la que yo pueda gastar ahora mismo, basta destacar que es una casa con multitud de capas de complejidad, con infinitas interpretaciones posibles, y cuyas paredes parecen esconder un cierto aire con olor a intimidad, misterio y eternidad. Una obra fruto de una sedimentación complejísima.
Arquitectura como producto
efectos de un semiocapitalismo
Creo, por otro lado, que todo lo anterior me convierte en un inadaptado a mi tiempo. Una época en la que la concepción de la arquitectura como un producto gourmet de consumo masivo, como uno de esos platos de nueva cocina que se miran, pero no se comen, medidos en estrellas, a los que dedican infinitas reversiones del mismo talent show, imaginados por la celebridad de turno y elaborados por una cohorte de esclavos capitalizados. Una era en la que la obra se crea para ser contemplada a través del cristal de una pantalla, para que sea criticada durante un brevísimo lapso de tiempo en algún blog de noticias arquitectónicas, apenas durante unas horas, hasta que sea sustituida por la siguiente, que seguro que será mucho mejor y más avanzada. Edificios que se vuelven obsoletos en cuestión de minutos, que confían toda su relevancia al truco de turno, con la confianza de que el público se fije en el conejo y no en cómo el mago agarra la chistera. Una perpetua actualización que, como Luciano Concheiro expone en su Contra el tiempo (2016), es el último movimiento de una obsolescencia necesaria para alimentar un consumo insaciable.
Del libro de Concheiro se pueden extraer un buen puñado de indicadores que explican el estado de las cosas actual y su rumbo. Aunque recomiendo la lectura concienzuda de cada una de sus páginas, destaco su cita de Franco «Bifo» Berardi:
ya no existen cosas materiales, sino signos; ya no hay producción de cosas como materiales visibles y tangibles, sino producción de algo que es esencialmente simbólico.
La era del signo en la arquitectura
La arquitectura, ya ese bien de consumo arriba mencionado, se rige, en su vertiente más popular y mayoritaria, por las reglas de un turbocapitalismo cuyos pilares son la semiótica y lo efímeramente inmediato. Todo ello aderezado con esa correlación impuesta entre la tecnología y el progreso, como dos caras de una moneda de cuño absolutamente cuestionable. Como los tecnobebés [1] de Arreola en Baby H.P., el edificio contemporáneo no puede ser en sí mismo, tiene que hacer algo más, aunque sea una pirueta absurda y redundante. Cuanto más futurista el material de la fachada, cuanto más smart, cuanta más jerga adoptada de ciencias externas sea capaz de absorber, mayor impacto. Ahora el proyecto no produce una pieza, sino un happening.
Para muestra, dos botones.
Bund Finance Center, Foster + Parterns y Heatherwick Studio
El primero, uno de los últimos edificios publicados por Foster+Partners, el Bund Finance Center, apareció en multitud de blogs y revistas arquitectónicas para mostrar al mundo su increíble y avanzadísima fachada móvil. Una serie de fotografías, acompañada de un video, de como una estructura de bambú simulado giraba en torno al perímetro exterior del edificio, siempre ante la asombrada mirada de los afortunados primeros visitantes, que poco pueden hacer para evitar quedarse boquiabiertos mientras se hacen un par de selfies. Ni rastro de planimetría, de un discurso ideológico, de un planteamiento correlativo entre una problemática y una solución. Ninguna de esas arcaicas complicaciones en favor de ese pequeño margen de gloria fugaz, sus cinco minutos de fama. No se molesten en buscar entre bastidores, solo encontrarán decepción. Ya no estamos para revoluciones.
Apple Campus II, Foster+Partners
El segundo, coincidentemente también de Foster+Partners, el nuevo Apple Campus II. Si uno se propone recopilar información sobre este edificio, apenas conseguirá algún plano básico entre una miríada de renders. El relato de su concepción con que se tope, además, no será, de nuevo, el de la respuesta a una necesidad y unos condicionantes, sino a una legendaria llamada telefónica que el difunto gurú tecnológico Steve Jobs hizo a el también gurú y mitificado arquitecto Norman Foster. I need some help. El resultado: un enorme símbolo corporativo, un signo de la era hipertecnológica, de una de sus mayores empresas y de una de las regiones más calientes del planeta, Silicon Valley. Un donut de acero y cristal que, según declara la revista Wired (especializada en tech), esconde un oscuro desdén por el entorno, por los habitantes de la zona en la que la nave ha decidido posarse. Un edificio de código cerrado, de aspiraciones exclusivas que se cierra al paisaje e inaugura un nuevo mundo. El futuro campus de Google, bajo el auspicio de BIG, corregirá estos defectos, ofreciendo, a modo de favor, espacio para el uso de los vecinos, que utilizar las instalaciones para hacer running, montar un coworking o disfrutar de los think tanks más punteros. Todo ello bajo una manta translucida para controlar el clima y el ambiente, y remarcar con rotundidad la frontera que separa este ensayo del mundo del mañana de todo lo demás.
El “Vibrant New Neighbourhood” para Google, BIG + Heatherwick
El papel lo aguanta todo… el ordenador aguanta como mil papeles
Al lado de estos edificios, aquella primera parada en mi viaje arquitectónico parece poco menos que un fósil. Polvo de otra época depositado en unas sensibilidades demasiado obtusas y complejas como para sobrevivir en un mundo que tiende a las simplificaciones más extremas. La frase manida de que el papel lo aguanta todo se ha visto relegada al ridículo por un ordenador que aguanta como mil papeles. Basta con ver las imágenes para poder proyectarse en ese futuro prometido en el que una clase de yoga convive con una animada tarde de cañas y terraceo, a pocos pasos de un aula en el que la próxima gran idea, la nueva startup que revolucionará el mundo, se gestan entre vítores y aplausos.
Por supuesto, y siguiendo con el ejercicio de honestidad, la otra arquitectura sigue haciéndose. Sobrevive como un contrapunto, una alternativa, a pesar de que los focos y la atención siempre se guíen por las directrices de una consagrada civilización del espectáculo. Para ser también justo, otro botón, los recientes finalistas del concurso Santiago Humano y resiliente. Esta otra práctica es más difícil de encontrar, pero su búsqueda merece la pena, siempre con el cuidado de no dedicarle demasiado tiempo, no vaya a ser que la fugacidad de los últimos proyectos del día le pase a uno por encima.
Ya se sabe: si parpadea, se lo pierde.
[1] BRESCIA, Pablo. La era de los tecnobebés: Juan José Arreola y el modelo crítico de la ciencia-ficción. Revista Iberoamericana, Vol. LXXVIII, Núms. 238-239, Enero-Junio 2012, 91-107.
Sobre el autor: Hugo M Gris
Arquitecto por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y Máster por la ETSAB, me interesan todo aquello que me ayude a entender cómo funcionan las cosas. Me encantan las historias y las consumo en cualquier medio que me salte al paso: cine, cómics, videojuegos, etc, con el sueño de poder ser yo quien las cuente algún día.
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