Hace más de veinticinco años hicimos en el estudio un proyecto de seis naves industriales para alquilar. El promotor era un tratante de productos agrícolas. Nunca había construido nada, pero sabía que en su pueblo había mucha escasez de naves y una demanda creciente, y acertó de pleno. Todavía está cobrando alquileres de ellas y las tiene más que amortizadas.
El replanteo se hizo durante una insoportable mañana de julio. Yo supervisaba las escuadras (otro día os cuento lo de Pitágoras) y medía ejes de pilar a pilar, y los albañiles clavaban estacas de madera en los centros de los pilares y tiraban cuerdas.
No habíamos madrugado demasiado (craso error en el julio de la provincia de Toledo), y a eso de las once de la mañana ya no había quien parara en aquella solanera alejada del pueblo. Aún nos faltaban al menos un par de horas, y no sabíamos cómo íbamos a ser capaces de aguantarlo.
El promotor, que no se perdía detalle y no paraba de opinar y de mandar (sin tener la menor idea de esas cosas) vino a mí, me tendió un billete de mil pesetas y me dijo:
-Rámon, vete al kiosco de la plaza y tráete unos botellines.
(Ya sé que Rámon no llevaría tilde, pero lo escribo así para que se note más y se vea que no es que se me haya olvidado la de la o).
No controlamos la imagen que ofrecemos, pero os digo que yo debería cuidar mucho más la mía. A mi socio lo llamaba “Don Tomás” y a mí “Rámon”. Instintiva y espontáneamente había dado por hecho que el arquitecto era él y yo era una especie de becario o mozo suyo. Aunque nuestros nombres y firmas estaban en todos los documentos del proyecto, él no debía de haber reparado en ello.
Además, la prueba definitiva era que esa mañana, lleno de polvo y de calor, pataleando los terrones, estaba Rámon, mientras que Don Tomás la pasaba en el estudio, tan cómodo.
Así que Rámon se montó en su Peugeot 205 rojo y se fue al pueblo con las mil pesetas del amo a comprar botellines.
Algunos decís siempre que si el ego de los arquitectos, que si su prepotencia, que si su chulería. Yo os aseguro que fui feliz librándome del terraguero por unos minutos y yendo a por unos salvadores botellines de cerveza Mahou muy fríos.
Volví con ellos y le di las vueltas a mi cliente como no hacía tantos años se las daba a mi madre. Celebré que no me diera de propina una moneda de cinco pesetas que había quedado suelta.
Todos paramos unos minutos para bebernos una cerveza fría que nos supo a gloria.
Al final de la mañana, con todas las camillas ya puestas, quedé en que volvería a los dos días, a ver las zanjas y zapatas ya abiertas para inspeccionar el firme.
(Cuando volví, los albañiles me dijeron que la primera tarde el cliente había estado midiendo las distancias entre ejes a zancadas y cambiando las estacas a su gusto, y que era un desastre porque ahora no coincidía ninguna medida. Pero si queréis hablamos de eso otro día, que ahora no quiero que me veáis llorar).
Deja una respuesta