A la siguiente reunión fui con unos croquis grandes para enseñárselos a los ocho vecinos que dije. Los fijé con celo a las paredes de la sala y me dispuse a explicarlos.
Los asistentes no sabían leer los planos, pero tampoco les interesaban lo más mínimo, con lo que al fin y al cabo daba igual.
Yo les iba contando el programa y ellos tomaban nota mental del número de piezas que iba a tener el edificio, y preguntaban la superficie y el aforo de cada una. Cómo estaban dispuestas era algo que les traía sin cuidado.
Por ejemplo, querían una biblioteca con muuuuuchos libros, pero si para ir desde el auditorio a los aseos hubiera habido que atravesar por el centro de la sala de lectura les habría dado lo mismo. Y así todo.
De manera que, como yo iba cantando – como un niño de San Ildefonso – todas las dependencias que ellos querían, el anteproyecto les pareció muy bien.
El alcalde y el concejal de cultura estaban muy contentos porque pensaban que lo iban a poder pagar, así que la reunión, aparte de tener infinitas digresiones y retrocesos, fue como una seda.
Al final, cuando ya recogía los croquis, un vecino joven y muy serio levantó la mano y me dijo:
- Pero no se olvide usted de la estética.
Me pilló despegando precisamente los celos de los alzados, dibujados en color y todo, y que este vecino era incapaz de ver, cosa que celebré, porque no se me ocurría cuáles podrían ser sus gustos estéticos, pero sospeché (no sé por qué) que no iban a ser compatibles con los de esos dibujos (que tampoco eran nada osados).
- ¿La estética? Ah, no, claro. Por supuesto que no. La estética.
Tras esta reunión, que me pareció una mera excusa, la corporación me dejó hacer – por fin – el proyecto como mejor me pareció, con la única limitación del escaso dinero disponible (que es la limitación que más me gusta).
Solo hice el proyecto. La dirección de obra la llevaron los técnicos municipales, y tengo que decir que lo respetaron escrupulosamente, y que cuando tomaron alguna decisión que lo completaba o alguna otra que se desviaba ligeramente de él fue siempre por necesidad y siempre para mejorarlo. Así que quedé encantado con la obra. Tanto que fui gustoso a su inauguración.
Era un concierto de la banda municipal, pero antes fue el discurso del alcalde. La sala (quinientas butacas) estaba atestada de gente. Por un momento pensé que el edil, que me había visto y saludado antes, me iba a invitar a subir al escenario con él, pero no fue así. Y estaba claro que no podía ser así porque empezó diciendo:
- Hoy inauguramos esta magnífica casa de la cultura que habéis diseñado todos vosotros…
El público asentía complaciente. Hasta el joven de la estética. Era admirable que sintieran esa obra como suya, pero yo me dije que si dentro de algunos meses hubiera algún problema de cualquier tipo, y solo en ese caso, entonces sí que yo sería el autor.
“Bueno – pensé -; para eso cobro”. Porque cobrar sí había cobrado, y no mal.
Mi compañero municipal, que estaba sentado muy cerca de mí, me miró. Nos sonreímos. Supongo que pensaba, como yo, que en ese momento todos se sentían autores, pero nosotros habíamos cobrado.
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